Germán Londoño: "Hombre mirando a través de la ventana" |
La rebelión de las formas
Por Gonzalo Márquez Cristo
La estética de la fragmentación, el
equilibrio concebido como un sacramento, los deseos emancipados que denominamos
fantasmas y una aventura de retorno al salvajismo donde las figuras son
bestializadas para evocar un estadio de nuestra naturaleza que nunca será
superado, orientan la obra de Germán Londoño por un territorio tan aciago como
luminoso.
Una inusitada alquimia ha convertido aquí la
violencia en música. La herida se exhibe como una flor aterradora y las formas
se sublevan inventando un universo singular, donde las alusiones al antiguo
arte egipcio y a veces una descriptiva mutilación interior, aseveran que pese a
nuestros avances ilusorios aún no hemos podido trascender los cruentos
sobresaltos del origen.
Londoño en su tentativa por forjar la imagen
del hombre desde la fuente de su pavor primigenio, al concebir el cuerpo humano
como una pirámide de miembros desarticulados en mágica levitación, al
distorsionar su torso recordando la sigilosa errancia de nuestro antepasado
cuadrúpedo por la sabana africana, nos revela que esa es nuestra verdadera
conformación imaginaria, pues estamos hechos para la rapacidad más que para la
fraternidad o la invención de un mundo feliz.
Existe un aliento del Impresionismo en las
vívidas texturas de sus óleos y del Expresionismo en sus figuras patéticas o
irónicas, pero se podría decir con más exactitud que está signado por lo
arcaico. Si el artista es el demiurgo de las formas –como se hace evidente en
esta obra paradigmática–, el constructor de esplendentes estructuras capaces de
expresar nuestra existencia, Londoño a partir de aquella liberación creativa es
el artífice de seres cercenados que se niegan a morir, de ríos y mares de
sangre que componen nuestro horizonte abrumador, manifestándose como uno de los
pocos hacedores que ha emprendido con lucidez la tarea de revelar la rutilante
danza de la crueldad.
Sus creaciones con frecuencia ambientan una
zona de caza. En 1995 con su emblemática exposición África, en la cual
presenciamos el bautizo de un artista integral –que podía usar diversas
técnicas dando soluciones esenciales para cada una de ellas–, sentimos cómo
nuestra vulnerada imaginación acogía para siempre unas extrañas y peligrosas
creaturas acezantes. Allí comprendimos que el agudo artista llevaba el color
hasta el lugar del accidente en su pintura, convertía incluso las tenues líneas
de su dibujo en huellas personales y lograba que la materia ofreciera recursos
de gravedad expresiva en sus trabajos escultóricos, tal como ocurre en El
último de su especie, deslumbrante pieza donde el horror poético instaura uno
de los tótems de nuestra contemporaneidad.
Las figuras de Londoño consagran un
equilibrio imposible y presagian –con frecuencia humorísticamente como en
“Hombre leyendo el periódico”– un desenlace fatal. En su universo –pareciera
decirnos– toda realidad con sus matices nefastos, cínicos, cotidianos, tiene
por propósito una visceral estética. El alargamiento generalizado de los
troncos corresponde a la imagen primordial del cazador, describe el avanzar del
acechante felino hacia la presa, con la contundencia del hallazgo arquetípico.
Sus buscadores de ostras con los pies aún en la superficie se clavan como aves
en un océano-jardín, detenidos en un instante que alude al artificio
fotográfico, mientras la materia pictórica evoca por su fuerza a Tamayo o a
Obregón, artistas que hicieron del color una conquista de la libertad.
Es imprescindible señalar que sus figuras
rotas y deformadas con frecuencia encuentran el cauce del erotismo –porque el
artista nunca ignora las deslumbrantes metamorfosis del ser– y que son fieles a
la destrucción que habita en todo enlace generativo, como puede apreciarse en
“Mujer reclinada y fantasma del deseo” o en“Amor frente al mar” donde asumiendo
la perturbadora fuerza de la zoofilia, otra de sus pasiones pictóricas, un puma
asalta a una estremecida mujer.
Las esculturas de Londoño –fraguadas
asiduamente con materiales humildes como madera, arcilla y vidrio– nos
conmueven o fascinan, pero siempre impelen un aliento temerario; sus dibujos
penetrantes y sus composiciones de gran musicalidad donde la geometría es
reverenciada, describen personajes provistos del primitivo poder amenazante de
los dientes, mientras su posición hierática termina por hacerlos invencibles.
Otros de sus engendros de manos diminutas que parecieran estar tañendo un
instrumento de cuerdas, viajan en pequeñas canoas que –lo sabemos– nunca
podrían transportarlos, de no ser por su imperturbabilidad para alcanzar un
horizonte que al espectador jamás le es revelado.
En la serie Vida y sin razón de los fantasmas
inaugurada en 1997, las sombras que toman la apariencia de la obsesión y los
escuetos dibujos inconclusos que asedian a los personajes, complementan la realidad
en otros planos de lo imaginario. Los espectros son grafismos en color negro
que no acceden a ser pintura, aunque ésta sería su soñada completud, su
corporización. El proyectado fantasma de Cleopatra es el imponente áspid y el
oscuro ser que perturba a Teseo corresponde al solitario Minotauro, su más
profunda obsesión, aquella imagen capaz de definirlo.
Existen también en su inconfundible universo
algunos enigmáticos espectros decapitados como el de María Antonieta, el
“Fantasma colombiano” y los “Fantasmas de Medellín”, la escultura colosal en
hierro martillado ubicada en la Estación de la Floresta, en su ciudad natal.
Allí el espectro se muestra menos como aquello que hemos deseado, que como lo
impuesto inexorablemente por una realidad atroz: la insoslayable definición de
nuestra existencia.
Y es con el anterior acervo que este creador
que ha pretendido desarmar la anatomía para crear una alterna a partir de su
necesidad simbólica, que ha desatado su talento para concebir una imagen del
hombre más aproximada al mundo sangrante que habitamos, que ha deconstruido la
figura como lo hicieran otros grandes artistas (Picasso, Lam, Bacon, De
Kooning) fiel a su propósito de demostrar que la imagen canónica del hombre que
nos acompaña desde Grecia ya no corresponde a la pasiva representación de los
espejos sino a la rebelión de los prismas, se entrega sin concesiones a la
obsesiva idea de poblar su mundo de heridas y deseos, pues encuentra en esta
alianza de fuegos la síntesis de nuestro devenir.
En 2001, en su memorable muestra Como un
río de sangre –Museo de Arte Moderno de Bogotá–, fuimos invitados a un
bello festín de la crueldad. Entre varias piezas magistrales, como las
esculturas en arcilla: “Hombre mirando a través de la ventana” y “Niña
mostrando su herida”, y los óleos: “Mujer y bestias rodeadas por la marea roja”
y “Amantes reflejándose en un río”, sucumbimos a lo trágico y lo cáustico de
una propuesta perturbadora, a la anatomía que se desmembraba para recobrar su
poder significativo, tanto en sus lienzos de un color tan arriesgado como en
sus esculturas de pavoroso misterio.
Los ríos escarlatas, tan abundantes en su
pictografía, atraviesan sus cuadros como patéticas serpientes. Las cabezas
desprendidas, y ese ser sin cuello y con hocico jurásico que puebla su cosmos
expresivo, descifra nuestra realidad atroz impugnada por una memoria que nunca
quiere detenerse, que prefiere pintar orquídeas de sangre en vez de ocasos, y
fantasmas antes que seres provenientes de un paraíso infranqueable, porque aquí
–en este sobresalto que nos tocó vivir– el victimario reina en su impunidad,
pues ya culminó aquella época donde todavía era legítima la extrema pregunta de
Malcolm Lowry: ¿Cómo convencerá el asesinado a su asesino de que no ha de
aparecérsele?
Porque aquí, en un territorio donde la mano
se reconoce garra, como lo clama en su torrentoso arte Germán Londoño, la vida
es expresada por la gesticulación de una figura zoomorfa tras un vidrio roto y
por un frágil animal ultimado con un enorme cuchillo herrumbroso, pero además
por el intempestivo vuelo de la risa... Porque aquí y ahora, la vida es
definida por un recuerdo que se arrastra, pero también por las flores que
escriben en el aire y por el silencio que a veces confundimos con la
luna.
Y así seguirá siendo revelada… Hasta que
alguien cure al artista de la luz.
Germán Londoño nació en Medellín en 1961; comenzó a exponer en 1978 (a los 17 años). Hizo estudios con Libe de Zulátegui y en la Escuela Internacional Il Bisonte de Florencia, Italia. Su exposición África fue un acontecimiento plástico en el país. En 1996 presentó Vida y sinrazón de los fantasmas en la galería Garcés Velásquez. En el año 2001 expuso Como un río de sangre en el Museo de Arte Moderno de Bogotá. Ha realizado varias muestras individuales en importantes ciudades latinoamericanas.
Obra suya en