La Ofrenda del Instante
Por Gonzalo Márquez Cristo
El
artista pinta lo invisible para que nosotros podamos vernos,
percibirnos, hallarnos, y el encuentro siempre está en la libertad, en la
imaginación que nunca es sometida.
«Yo
pinto para ser libre, es decir para no estar solo –dice Ángel Loochkartt–. Para
compartir mi respiración y mi huella dactilar, mi taquicardia... Y para
continuar pegado a mi sombra».
Comprometido
a rastrear sus obsesiones, a mostrar personajes del color local, a
consagrar sus más intensas soledades, el pintor se aventura a seguirse, y así
instaura la alianza: adivina nuestra geología interior. «No es posible buscar
afuera, imitar arquetipos. Es necesario adentrarse. Pues la obra impuesta por
lo establecido, que pinta el rostro del presente, desaparece con él».
Loochkartt
sigue descubriendo, guiándonos a sus revelaciones incesantes. En los últimos
años ha ampliado el espectro de sus temas e incluso ha buscado el cuadro total:
óleos con numerosos personajes escenifican en forma casi cinematográfica su fuerza
imaginaria. El color encuentra nuevas luces, la forma es más compleja y eficaz.
«Lo importante es crecer hacia abajo, enraizarse, hacerse abisal, extenderse en
las profundidades».
El
arte es riesgo para el creador barranquillero, danza sobre la cuerda floja.
Cada verdadera pintura esconde nuestros próximos ojos, funda el horizonte de
nuestra mirada futura, y como en el relato Zen es posible observarla en la más
densa oscuridad.
«Hay
que ir siempre en contravía sin estrellarse, accidentando los colores, hiriendo
las formas establecidas, extraviando lo que nadie ha perdido, para poder
observarnos sin necesidad de los espejos».
Si
en el surrealismo ver significaba imaginar, para Loochkartt es existir y de ahí
su vinculación con el tiempo. Su pintura representa algo que está por suceder.
Sus figuras se mueven como en el sueño, muestran la estela de su transcurrir. Y
así como el fotógrafo persigue el instante irrepetible, él lo produce, lo
provoca, y todos los elementos de sus cuadros quedan al acecho de su
posibilidad existencial, aguardan como felinos el último signo para el salto.
Asistimos muchas veces a la poética del abismo.
Sus
magistrales dibujos tienen el poder del ritmo, de lo sensual. Sus trazos en
forma de herradura son reflexivos, luminosos, como en el Retrato hablado de Cristo o en sus singulares creaciones sobre la
violencia, ahora revisitadas por la crítica. Su obra es una forma de descifrar
el tiempo, de cautivarlo. En sus figuras eróticas percibimos el curso del deseo,
en sus bodegones podemos ver al viento, escucharlo... Los ángeles –tan
frecuentes como perversos en su corpus estético– de repente deciden detenerse,
el gato Odiseo irrumpe sobre la mesa del artista tumbando sus pinceles, una
mujer se desnuda sabiendo que un niño la contempla.... La lúcida provocación se
alterna con la suspensión de lo onírico.
El
artista también testimonia el espíritu del lugar. Su exploración sobre nuestra
realidad es vasta y los temas de su pintura diversos. De los controvertidos
travestis y hampones, puede ir con facilidad a sus bodegones de frutas
tropicales o a la prolífica serie de Congos y Marimondas del
Carnaval de Barranquilla; de los desplazados
a los perturbadores ángeles músicos, y así mismo a los retratos de bellas damas
que constituyen sus exposiciones: Perdidas
en el tiempo y las Amadoras de
Bolívar.
Si
a veces la sombra cae sobre el color para expresar la desolación, si reina en
la carnavalesca decadencia, si propiciando el deseo muestra su desgarradura, también
cuando su pintura se ocupa del día es voluptuosa y las frutas de sus bodegones
son carnales, despliegan un erotismo solar.
Cultor
de la noche, cree que siempre el ocultamiento conduce a una revelación, que lo
prohibido nos fundamenta más que lo permitido, y que la sociedad sólo festeja
para destruir. La provocación, la rebeldía, es su actitud intransigente, «sólo
aquello que me pervierte existe, es».
Para
Loochkartt el arte es una descarga que modifica la mirada, un combate sin
tregua contra la moral impuesta por el poder. «El erotismo es la propuesta
esencial del hombre, la fuerza dadora del latido, el sí vital».
Su
obra, como la de los llamados Expresionistas Colombianos (Góngora,
Granada, Giangrandi, Alcántara, Rendón, Samudio) recuerda el verso del gran
poeta francés Yves Bonnefoy: «La que destruye al ser, la belleza, será
torturada». Y es allí, en su crítica a los cánones establecidos, en su aparente
destrucción, donde se renueva, donde hallamos la belleza en lo más precario y
marginal. Lo condenado, lo proscrito, los bajos fondos, son una veta de
inspiración, o como lo ha dicho el pintor, de respiración, de opción de vida.
«A mí no me ha pasado sino lo imposible, lo que ocurre a todos los hombres y
pocos pueden advertirlo».
Su
arte es una conciliación con las adversidades de la naturaleza, con las
arbitrariedades y esplendores de lo humano. Él no pinta, lanza su pintura
contra el lienzo. Su óleo llueve, graniza en la tela. Es un artista de crueles
desciframientos, de delirios, de barrocos espacios tridimensionales.
Las
mujeres de cabello en forma de pagoda surgen con rasgos masculinos y los
hombres se feminizan. Casi toda su obra es la consagración de la androginia, de
la imagen esencial del ángel. También el universo lésbico está mágicamente
narrado en su serie de formato circular: Hábitos eróticos de las mujeres
etruscas.
Si
Malraux pensaba que el arte no es una religión sino una fe, Loochkartt
podría cambiar de religión pero no de dios, y buscar diversos ángeles, hasta
hallar aquel que no le dé la espalda al mundo.
El
verde y el rojo son asiduos en su movimiento interior. El color flota sobre la
forma, se desplaza, se desprende de la figura.
«Las
manzanas de Cézanne son bellas por aquello que las distancia de las frutas verdaderas
¿Quién hallará el sitio dónde ocultó Picasso los azules? ¿Quién sabe dónde se
esconde el amarillo? ¿Qué color me buscará mañana?», lo escucho decir en mi
memoria...
¿Cómo creer después
de Van Gogh que el sol no ha cambiado de lugar?
Obra suya en: