Por Felipe Martínez Pinzón
Darío Ortiz habla mientras aprieta los tubos de óleo sobre la paleta. Escoge colores opacos: cafés, negros, un azul oscuro, un verde. Acomoda el lienzo sobre el caballete, extendiendo sus maderos con fuerza de pesista. Se sienta en una silla imposiblemente pequeña para un hombre grande, de manos pequeñas y abultadas, donde el pincel se pierde como un bisturí para pájaros. Sus primeros trazos, mientras mira a la modelo, dilatan su mirada, la ennegrecen. Sus pupilas se esparcen en el espacio como los óleos sobre la paleta. Es la mirada de otro. En ese preciso instante no pasa nada en el estudio del pintor. No se mueve una hoja, el aire está detenido y el sol cose y descose en su telar de asombros todo lo que rodea a Darío Ortiz.
Quien hablaba con Darío Ortiz da un paso hacia atrás y se da cuenta que se aleja del cuadro, que deja de hacer parte de él. Se hace su espectador. Ahí quedan abandonados, libres dentro del lienzo, pero extrañados por no hacer parte del mundo, sus figuras: la modelo indiferente y celebrada como una diosa, los ayudantes del pintor que abren puertas, las sillas desordenadas, la manta roja del Dante o el rostro de un Jesús que acabábamos de encontrarnos por la calle. Pero también la figura del artista que voltea la cabeza sobre la capucha de la chaqueta y deja de pintar para ver cómo el mundo no cabe en las esquinas de su lienzo. O la figura del pintor que da un paso atrás (que es más bien un paso al lado) y observa desde adentro su propio cuadro. O mira alelado desde sus autorretratos al espectador, quien ingenuamente cree que se está pintando solamente a sí mismo, cuando está concentrado en el acto de pintarlo a él, en ese cuadro de posibilidades que es el mundo.
Así es la pintura de Darío Ortiz. Tiene en sí las alucinaciones del ojo pero la certeza de la mano. Para el ojo que mira de lejos y confía sólo en la luz, su óleo es plácido como una mejilla. Pero para la mano que decide acercarse, ese durazno en medio de la mesa, que parecía ser una luciérnaga redonda, entera, es un pequeño mundo que estalla en pinceladas fugaces que las contiene el borde delgado del trazo como a una herida.
Sí, el mundo se asoma por los cuadros de Darío Ortiz; pero lo hace con la tristeza de quien se ve caminando en grilletes, por la fila recta del tiempo. Con nostalgia vemos en sus cuadros nuestros deseos de mezclar los siglos, de mirar por horas la caída de la tela sobre una mujer desnuda o hacer sagrado a un hombre en bluyines. También vemos aterrados que congela el tiempo para mostrarnos en él nuestras caras aterradas: suya es la pintura de nuestra guerra, suyos son los gritos en nosotros repetidos. Darío Ortiz es, en definitiva, un pintor que borra las líneas del tiempo, mezclándolo o deteniéndolo. Un pintor del espacio que, conociéndolo, lo vence, lo alarga, lo traza logrando que el mundo se encuentre o se pierda hasta llegar a sus cuadros.
Darío Ortiz. Nace en Ibagué en 1968. Siempre autodidacta. Ganó dos premios de pintura y dibujo en el Salón de Agosto en la Fundación Gilberto Alzate Avendaño. Su obra ha sido expuesta en varias ciudades del país y también a nivel internacional: Estados Unidos, en República Dominicana, en Eslovaquia, en Italia, en Francia... Su pintura hace parte de colecciones públicas, como la del Museo de Arte contemporáneo de Bogotá.