Por Gonzalo Márquez Cristo
Eduardo Esparza cree como Wordsworth que el hombre es el hijo del
niño y que el reino de la infancia puede prevalecer en el malabarismo de
imágenes que explora su pintura, en su ingravidez cargada de signos.
El bestiario que identifica a su autor (gallos, peces, toros,
venados... unido a la tradicional zoología imaginaria: centauros, unicornios,
sirenas y dragones), se funde lúdicamente con los objetos que signaron sus
orígenes. Los actos circenses, la magia, los tótems, en antiguo vínculo con el
asombro, reinventan una infancia marcada por la idolatría de ciertos juegos,
como es el caso de su legendario trompo, recurrente en su obra, cuya maestría
para ejecutarlo lo llevó a ser Campeón Mundial en dos ocasiones durante los
eventos realizados en 1991 y 1992 en Sugamuxi.
Si América Latina hizo del barroquismo un espacio erótico-vegetal como
lo soñó Carpentier, adicionándole la exuberancia de nuestro paisaje a esa
maravillosa búsqueda estética, Eduardo Esparza sería uno de sus cultores
minuciosos, de los adalides de la fascinante complejidad. Un palimpsesto de
memorias es patente en sus cuadros y aunque a veces nos lleva por los caminos
de Roberto Matta y Wilfredo Lam, son reconocibles los parajes imaginarios y los
relieves de Max Ernst o Paul Klee. La geometría acecha en lo más primitivo de
nuestras manifestaciones indígenas y africanas pero también se adhiere a la
experiencia de esos dos maestros alemanes tan determinantes para el arte del
siglo XX. Los ojos omnipresentes, las lunas, las manos, los pájaros y las
flores que lo apasionan, se mezclan con círculos y elipses, donde la
composición es llevada a su más alto grado de expresividad.
La yuxtaposición de imágenes nos conduce al ensueño, sus cuadros ricos
en detalles nos convierten en exploradores de una aventura que está por
producirse, en vigías de una escenificación suspendida, y así sus elementos
paralizados, sus trompos que se paran en la uña, anteceden a un disparo
interior.
El rompecabezas encuentra su lírica. La laboriosa contienda de sus
impositivas líneas y la filigrana con la cual trabaja sus planos pareciera
vincular experiencias de relojería a lo más ancestral del arte pictórico.
Grabados, aguafuertes, aguatintas, colografías, litografías, y sus
extraordinarias serigrafías hechas con decenas de colores demuestran su técnica
ejemplar. Como en una cirugía estética en su obra los bisturíes son tan
importantes como el pincel. Su pintura pareciera ser el producto de una lúcida
resta, la experiencia fecunda de alguien que trabaja desde el espejo, desde su
antípoda. Con sus ojos inversos va desprendiendo matices previamente lanzados
sobre el lienzo, para culminar develando una figura que se oculta en su propia
noche; y es en esa mágica sustracción, donde va aflorando desde las tinieblas
la musical imagen perseguida.
Su infatigable búsqueda estética lo llevó de ser crítico de este país
eclipsado (serie Torturas a comienzos de los ochenta) a la tempestuosa
representación de la locura (De las muñecas y los pacientes), para luego
plasmar a partir de la ensoñación de los juegos infantiles, sus notables Misterios
del trompo.
Posteriormente, durante la década del noventa, agregó a nuestro museo
interior las perturbadoras Flores carnales y los Falogones que
son la erótica síntesis del cuerpo humano con lo vegetal. Allí, la orquídea
irrumpe como la verdadera femme fatal de las flores —según la definió
Maeterlinck—, y sus convulsivos sexos enfrentan los bosques habitados por
frutales falos, de su complementaria colección. Con esa singular temática su
fantasía se desborda y toma por caminos imprevistos, porque el hombre no
domina su imaginación como su inteligencia, sino aleatoriamente como su
sexualidad (André Malraux).
Siguiendo un proceso incesante, al iniciar este milenio, Esparza
concibió una de sus series icónicas (Geometría encarnada), donde su
poder cromático colmado de fundamentos barrocos encontró un cenit expresivo. En
estas obras ejecutadas con todos los recursos pictóricos y gráficos, emprende
una singular tomografía de cuerpos y gravitaciones, hasta hacernos percibir el
ritmo cósmico en sus lienzos. Aventura extrema, en la que “Homenaje a Frida
Kahlo” “Arquetipos” y “Lúdica I”, son algunas de las piezas
que avalarían la legitimidad de aquel estadio creativo.
Y luego del colosal esfuerzo por trasladar a líneas y matices la
secreta cadencia del existir, el artista fue desbrozando las imágenes
abigarradas que lo caracterizaban, para buscar la estructura primordial de los
objetos, su apariencia mental, la herida de la sensación ejemplificada en su
serie Ecosistemas. Fue eliminando planos, proponiendo una austeridad de
colores, realizando la formulación gráfica del movimiento, del fluir interior
que ejecutan todos los seres en la inexorable resta de nuestro mísero y pocas
veces mágico devenir.
Durante los últimos años, fiel a un riguroso despojamiento, se impuso
cerrar su ciclo experimental, tutelado por una laboriosa reducción de formas,
pero adherido a la fuerza particular de su danza geométrica, regresando así a sus
preocupaciones originales, al perpetrar la patética y esplendente serie los Visibles,
donde el artista irrumpe para testimoniar un tiempo desgarrador. Las figuras
allí semejan radiografías, que no develan temerarias osamentas sino soles,
lunas y estrellas interiores, animales totémicos, sexos acechantes, es decir
toda la raigambre del ser.
“Antes mi obra emanaba de la contemplación, ahora surge de mi más
profunda caligrafía interior”, afirmó en una entrevista colmada de ecos que
tuve la suerte de oficiar, de lo cual podríamos colegir que su arte ya no está
en la pasividad del ojo sino en la mirada, que es una transfiguración de su
dolorosa memoria, y que opera en la actividad del observador que traduce el
mundo a su alfabeto íntimo. Pero además —parece decirnos—, como lo manifiestan
sus Visibles, que es tan solo en el instante de la muerte, donde
reina nuestra opción galáctica, donde lo elemental encuentra su figuración
lumínica, donde los astros y seres amados dejan su preciado legado: su huella
ulterior.
Eduardo Esparza, empecinado estratega del equilibrio, se ha propuesto
plasmar la danza existencial, la recuperación del asombro en los manantiales de
la infancia, pero también describir el acerado momento en el cual el terror nos
condena a sus dominios. Y para esta peligrosa ceremonia, sólo cuenta como los
más audaces solitarios, con la antigua musicalidad de la luz.
Eduardo Esparza nació en Palmira, Valle del Cauca - Colombia,
1956). Estudió en la Escuela Departamental de Arte y Cultura de Cali, en la
Facultad de Bellas Artes de la Universidad del Tolima y en el Taller
Experimental de Gráfica de La Habana. Su obra ha sido expuesta en diversas
galerías de México, Estados Unidos, Venezuela y Colombia. Creó el Taller
Carángano con el cual ha realizado gran parte de su obra. Editó las carpetas:
Lapislázuli (1981), Cuadrante (1982), Días y noches de guerra (1983), Pandora
(1983), Alquimia e imagen (1985), y el libro gráfico Neruda y la Alegría del
Mundo (1984).
Obra de Eduardo Esparza en