ALFREDO VIVERO

El espíritu del guerrero
Por Gustavo Tatis Guerra

Frente al lienzo en blanco él ha cerrado los ojos para contemplar la espléndida y dolorosa epopeya de América.
Alfredo Vivero ha visto como quien persigue el secreto de unas huellas borradas por el viento, el corazón oculto de la cordillera, el latido de la llanura y la profunda soledad de la selva, para encontrarse con el rostro iluminado del hombre antiguo, para descifrar su cántaro roto, su corazón sacrificado, para mirarle los ojos al jaguar, para escuchar la voz de la tierra del Quetzal y la Anaconda.
Ha venido a descifrar los códices mancillados de los sabios indígenas mayas sobre tiras de piel de animal o corteza de árboles, como quien lee en la más alta y aventajada escritura indoamericana iniciada por los zapotecas en el primer milenio antes de Cristo. La mayoría de esas escrituras fueron quemadas por sacerdotes españoles temerosos de que aquello fuera una obra del demonio. No es cierto que el continente haya sido una geografía sonámbula en busca de civilización, como lo percibía un pintor español sembrado en el Caribe. Los deseos y los misterios de la vida ya estaban escritos, graficados y reelaborados en jeroglíficos en el Siglo XVI antes de la llegada de los españoles.
Ha visto el rostro de niño viejo en el corazón sereno de una planta yucateca como una flor abierta. Algo de misterio de ultratumba ha encontrado en esa figura que parece dialogar con los vivos. La figurilla de Jaina como el alma dormida de un dios está en el centro de una Aracere, planta de las selvas yucatecas.
Algunos creen que se trata del dios viejo Pahuatun. Él ha cerrado los ojos para escuchar el murmullo de las hojas de las ceibas gigantescas, árboles sagrados de los mayas, y para nutrir de color los movimientos del tiempo. Ha vuelto a ver dentro de sí mismo a los guerreros emplumados. El guerrero emplumado aparece en sus visiones interiores y lo pinta en uno de sus óleos. Es Moctezuma que aparece con plumas de quetzal y collares de turquesa y jade. Está sentado en posición meditativa, y el dorado esplende sobre su cabeza. Más que un guerrero en reposo, su aura es la de un ser trenzado con la tierra y el universo y con un alto sentido de lo sagrado. Los símbolos que le rodean magnifican su expresión.
El artista logra descifrar el sentido del color en las culturas precolombinas, descubrir que lo mítico y lo mágico son metáforas de la existencia, referentes del ser en su relación cotidiana con el cosmos. Su pintura hibrida lo abstracto y figurativo, y logra trascender la orilla simbólica de lo local hacia lo americano y universal, permitiendo una lectura profunda del espíritu genesíaco del continente. La suya cuestiona la mirada limitada, sesgada y prejuiciada hacia las culturas indígenas.
«El conocimiento del pasado americano nos permite saber que muchas de esas culturas llegaron a desarrollarse tanto como cualquiera de las grandes culturas del mundo que han sido paradigma y canon del comportamiento humano», señala Alfredo Vivero. A esas profundas orillas del tiempo se ha asomado el artista.


Alfredo Vivero. Nació en 1951 en Corozal (Sucre), Colombia. Estudió arquitectura en la Universidad la Gran Colombia. Recibió la Orden Civil al Mérito José Acevedo y Gómez (2004), y fue condecorado en 1991 por Colcultura con la orden Mariscal Sucre. Ha realizado portadas para varias revistas y calendarios.
En el año 2004 expuso en Latin American Artist Studio bajo el título Magia, mito y leyenda, en San Diego, California, muestra que anteriormente presentó en Bogotá, Ibagué, Sincelejo y Miami (Contemporary Art Foundation Gallery). Ha realizado las exposiciones: Ficciones (1986), Laberintos del silencio (1983), Resurrección del mito (1982), Canción de la vida total (1981), Sueños (1980). En 1996 fue seleccionado por Adpostal para edición de cuatro estampillas con la serie Mitos y Leyendas de Colombia. Ha realizado los murales: Visa deportiva (Parque Jhon F. Kenedy, Bogotá, 1984); Schin-Ghui-Tai (Universidad Nacional de Colombia, Bogotá, 1982); El hombre nuevo (Catedral de Corozal, 1981); El testigo (Círculo de Periodistas, Bogotá, 1981).