ENRIQUE GRAU


La vida pasional de Enrique Grau

Por Iván Beltrán Castillo

Dicen que me llamo Enrique Grau, dicen que soy un pintor y que soy famoso. No estoy muy seguro y poco o nada me interesa averiguarlo. Sólo sé que tengo ochenta años y ninguna nostalgia...

¿Por que habría de existir en el recuerdo? ¿Es acaso obligación sentir que lo perdido forma la pasta de nuestra verdadera identidad? Yo soy un hombre vital, sanguíneo, carente de esos formulismos sentimentales tan trajinados y manidos: quiero que mi única nostalgia siga siendo el futuro.

Siempre me apasionó el encuentro de los cuerpos en las esculturas de los precolombinos: ellos no eran eróticos, no habían manipulado tanto ni los sentimientos ni el deseo; su cópula era pura y salvaje, y poseía la ternura de una tormenta, de un huracán, de un temible relámpago.

Mírelos, detállelos periodista: más adelante, sí, sí, esa otra es mi colección de falos precolombinos: los hay de todos los tamaños y formas y son un canto a la pureza del sexo, a su reinado sin tacha, anterior al pecado de las explicaciones y los sistemas de pensamiento, arte de antes que el intelecto, la inexpugnable fantasía y la imaginación cargaran el sexo del hombre y la mujer de fascinantes, soterradas y pavorosas mitologías.
Lo religioso y lo orgiástico están unidos, pero la sola intención de explicar cómo y por qué derrumba la fascinación de ese pacto. Los caribes estamos muy cerca de comprender, con nuestras fiestas y nuestros jubileos paganos, todas esas ambivalencias que castigan al hombre y lo maniatan. Por eso mi amor paralelo por los santos y los carnavales, por la sensualidad y el ascetismo, por la hermandad divina entre lo sagrado y lo profano.

No dejaré que el fotógrafo dispare su cámara dentro de mi casa, mis espacios, mis altares escondidos y mis veneraciones ocultas. Si dejara que tal cosa ocurriera, regresarían los ladrones que antaño ultrajaron a mis cuidanderos para robarme, porque habían oído mi nombre y estaban convencidos de que yo era un archimillonario famoso. Regresaría así también el miedo de ser Enrique Grau con todo lo que eso significa, el pintor famoso, uno de los mitos de la plástica colombiana... ¡Ah!, pienso con frecuencia que todo en mí es más leyenda que verdad. Y, por lo tanto, es posible que el Enrique Grau que usted está buscando, Beltrán, ese que parece necesitar más que a mí, no haya existido nunca, sea tan irreal como el rostro desmoronado de un amante juvenil.

¿Usted quiere saber si en realidad fui el Grau orquestador de las fiestas más memorables, inolvidables y escandalosas de La Perseverancia? ¿Quiere saber si fui uno de los culpables de que a esas primorosas callejuelas empinadas se las rebautizara como la esquina de la deshonra? Pues sí, yo perturbé la noche del centro bogotano durante más de veinte años e impuse en la fiesta una suerte de hedonismo clarividente, una economía de la lascivia, el placer y la desesperación, una lujuria concertada: pacto del furor y el equilibrio.
Nadie, sin embargo, en ninguna de mis hermosas fiestas, cruzó su propia frontera, violó su zona sagrada; cada uno, sencillamente, con honradez lírica, tomó lo que necesitaba. Y unos resulta que necesitaban sólo un par de latigazos etílicos y otros, en cambio, requerían de sismo, una flagelación purificadora, un exceso medicinal.

Desde entonces muchos me imaginan como el gran hacedor de libertinajes creativos o como un sacerdote mayor del caos. Grau, el mítico pintor de los excesos. Me duele decirlo, pero están exagerando. Aquellas eran fiestas excelentes, asistidas por parranderos lúdicos o terroristas de las costumbres y las convenciones, pero eran nutridas por una coherencia secreta. Desde ahí muchos más me conocen por el escándalo que por la pintura. Mi vano mito lo han fabricado los chismosos, los moralistas, los malos vecinos, los reporteros de sensaciones y frivolidades y muchos pintores enemigos. Les agradezco, de todas formas, haber nutrido con tanto vigor mi leyenda.

Tengo ochenta años y no suspiro ni por los meses que se van ni por los años que se agotan, ni por las antiguas glorias, ni por las tardes que merecían ser eternas, ni por los amores perdidos. La llamada saudade es simple y llanamente una gran carajada mientras estés vivo y puedas tomarte un buen whisky y seguir creando, mientras te encuentres tan vivo como yo ahora, en el presente infinito, único tiempo que acepto, mientras respires el olor de la hierba o tus oídos capturen los susurros de la ventisca, en el exacto minuto donde nos hacemos los sordos, aunque por el patio esté cruzando nuevamente el mensajero del tiempo, tocando su miserable corneta.

¿Me cree tonto, Beltrán? No voy a disfrazarme solamente para que de una revista me hagan unas fotografías. ¿Dónde está la fiesta? ¿Dónde está el carnaval? ¿Dónde se inaugura el tiempo de Dionisos, la majestuosa bacanal? Disfrazarse no es un juego ni una fruslería. Es algo completamente serio, tiene la ritualidad que precisamente nos hace hombres y nos completa. Quizá la que hemos perdido tristemente. Posaré frente a mis cuadros para este reportero rubio que me ronda disparando su cámara y se agacha y se contonea a mi alrededor, como un magnífico saltimbanqui de la comedia del arte italiano.

Que preguntas las suyas, Beltrán. No todas me gustan, no todas me convencen. No es usted precisamente Martha Traba, ni André Malraux. Tonto. Este reportaje en alguna medida me agobia y en otra apenas si alcanza a aburrirme. ¿Que qué es la pintura? ¿Que si las puertas del cielo se abren pintando o escribiendo?, que cuente, como una reinita de belleza, mis amores... que cante los interminables salmos de mi vida privada... y Beltrán me mira con una persistencia incómoda de heano. Pobre. Se ve tan desamparado, tan carente de faro y de vigías..., una de dos: o tiene la mente en blanco en este momento o es muy inteligente y sensible y me está leyendo por algún mecanismo distinto a las preguntas, como quizá nadie me ha leído nunca.

La muerte no aterriza mucho en mis cuadros, a menos que sea una muerte falsa, de cartón piedra, hollywoodiana y algo grandilocuente, como la agonía de las heroínas de las películas románticas clásicas, las de la Garbo, las de Rita Haywoorth, las de Ava Gardner.

Los Grau vienen de España, pero no sé cómo ni mediante qué circunstancias y prescindibles anécdotas, entró también en nuestra sangre el ímpetu, la conformidad diogénica y el murmullo inextinguible de los negros que habían llegado a la costa Caribe de Colombia con los pies y las manos encadenados. Esa fusión entre dos procedencias, esas nupcias entre dos maneras disímiles de construir la fatalidad y el destino, es la que produce el intenso voltaje y nos confiere a quienes la padecemos una impronta imborrable de misterio.

Usted, periodista Beltrán, está pensando que a la postre soy un hombre muy solitario, trastabillando por una enorme y fellinesca casona, tomando whisky o café con leche o tinto, traídos siempre por Siervo, mi criado..., y usted se tensiona ante este nombre y algo en usted me despoja de mis atavíos de comedia y me pone en la situación del hombre al que sacan a medio día desnudo de su casa, mientras hay mercado en las cuadras cercanas.
No me siento en Nueva York tan cómodo y libre como un pez en su pecera. Hace ya más de cincuenta años que esta ciudad me acogió, y desde entonces la visualizo como uno de los centros vitales y artísticos del universo. Creo que todo artista que ha instaurado una búsqueda estética y todo hombre que pretende fomentar un camino vital deberían pasar por ella. Paso allí largas temporadas felices, y me parece inagotable. Es el mejor sitio que hay en el mundo. Aunque cuando recuerdo a Cartagena, la ciudad que posiblemente sea el origen de toda mi obra, también digo lo mismo: es la mejor ciudad del mundo.

Decir Cartagena es evocar la génesis de la actividad que estaba destinada a consumir mi vida. Es recordar escenas, rostros y encuentros, algunos tan pretéritos que ya han empezado a diluirse en la memoria. Aparece entonces la imagen de la Librería Mogollón, especie de refugio para los intelectuales y los bohemios de la ciudad que se erigía, como un llamado, en la calle del Coliseo, allí en Cartagena. Vendían algunos libros interesantes y hasta ella arribaban los buenos conversadores de la ciudad, los que estaban interesados en seguir itinerarios extraños y por lo tanto no encontraban muchos cómplices en aquella villa, todavía convencional y provinciana. Yo pintaba tímidas acuarelas con temas de la ciudad que el dueño de la Librería Mogollón me compraba por unos pocos pesos o, lo que me parecía mucho mejor, me las cambiaba por libros, colores, pinceles y lienzos, que me abastecían. Además, sostenía conversaciones con dos de los artistas más renombrados de la ciudad, Daniel Lemaitre y Pastor Calpenna. Entre ambos hicieron que me surgieran mis primeras alas emigratorias.

A los diecinueve años me embarqué en un carguero colombiano que se dirigía a Norteamérica, y debo decir que fue la primera gran transmutación de mi existencia: llegué a Nueva York y desde el primer instante sentí el escalofrío del gran encuentro, del rito de la sangre. Entré al Art Studio de esa metrópoli, manejado por la liga de estudiantes de arte de Nueva York. Todas las tendencias, los extremos y matices de la pintura del momento convergían en aquella academia anticonvencional, en la que la erosión de los preceptos, los dogmas y las sagradas creencias e instancias eran el pan de cada día. Los expresionistas y sus sueños ocres, los abstractos, los neo-figurativos, los post-impresionistas y los surrealistas, todos tenían cabida en aquel instituto de la utopía y la imaginación desbordada y sin censuras. Por aquellos salones cruzaban fantasmas tanto diurnos como nocturnos, Marc Chagall y Joan Miró, Salvador Dalí y Picasso, Max Ernst y Man Ray, Henri Matisse y los grandes expresionistas alemanes.

Pero una era la vida que se desarrollaba dentro del ritual del arte y otra la que los estudiantes y pichones de artistas debiamos sofocar en las calles. Era un tiempo duro, aunque ahora uno lo recuerde como bañado por una luz de irrealidad poética, como flotando entre el tiempo de la rememoranza y el sueño. En ocasiones uno duda si todo eso no será más que otra de las incontables trampas de la imaginación. Todos los extranjeros éramos muy pobres y casi ninguno podía darse el lujo de comer más de una vez al día. Si se desayunaba y se almorzaba no se comía, y en ocasiones los denarios ganados por ahí, en trabajos duros y fortuitos, apenas alcanzaban para hacer una sola comida diaria. Sin embargo, estaba el nutriente esperanzador de estar abriéndole la puerta al magnífico reino de nuestra imaginación, y eso nos consolaba y nos hacía seres desgarradoramente fuertes, a prueba de hambrunas y pobrezas, capaces de resistir la inclemencia de los inviernos polares o la brasa mortificante de los interminables veranos. Muchos empleos tuve en aquella temporada: fui modelo, portero, barrendero y hasta clavador de lienzos. Hasta que una mañana me sorprendió la noticia de que allí, donde están las vacas gordas y sagradas del arte, donde ni la crítica ni los simples observadores rasos tragan entero, me había ganado un premio y mis cuadros serían colgados al lado de los de Rufino Tamayo, Diego Rivera y José Clemente Orozco. Creo que la firma de Enrique Grau había nacido en ese preciso instante. El destino es un hilo de Ariadna y fomenta tu laberinto. Yo había ingresado al mío, casi sin darme cuenta.

Regresé a Colombia en 1945, pero ya no acaricié la posibilidad de instalarme en la amada Cartagena, a la que no volvería sino por breves temporadas, o cuando el llamado del mar y de la febrilidad caribe se me impusieron como una dictadura. Me instalé en Bogotá y armé mi primer estudio completamente profesional, donde fueron llegando los personajes más llamativos, burbujeantes, controvertidos, polémicos, hondos y significativos de la vida nacional, los mismos que, en su gran mayoría, se convertirían en grandes amigos y serían el nutriente de mis famosas fiestas.

Trabajé en la televisión, al lado del gran maestro, el fundador, el utopista: Bernardo Romero Lozano. Fui el primer escenógrafo de la caja de las ilusiones, en la época en que todo había que inventarlo y para nosotros todo era tan nuevo que no existían aún técnicos colombianos, y todos los que sabían el funcionamiento, la magia y los secretos del esplendoroso aparato eran cubanos, importados exclusivamente. Eran tiempos de buen teatro en la televisión, en directo, sin apuntadores ni vanas ayudas. Puro talento. Así hicimos Shakespeare y Sófocles, Jean Cocteau y García Lorca, Sartre y Genet, Pirandello y Brecht. Al mismo tiempo era profesor de la Universidad Nacional y asesor artístico de la revista Lámpara. Pero todo eso era apenas accidental. Lo que realmente me parecía enorme era el encuentro con mis obras, la forma como, igual que salen los conejos y los pañuelos del cubilete de un mago, aparecían los pobladores de mi universo de ficción pictórica. Las telas y los lienzos se iban poblando de esas figuras femeninas en perpetua conciencia de la mirada "voyeurista" del pintor, o casi actuando para él. Esos personajes, perpetuamente obsesionados por el carnaval, convirtiendo la viuda en un enorme escenario de evocaciones y mitos, conjuros y convocaciones, artificios y llamados. Para un auténtico pintor, o quizá para cualquier artista genuino, el arte llega a ser más verdadero que la verdad y sus grandes mentiras se transmutan, adquieren una densidad y una sinceridad que ya después le resulta difícil encontrar en las convenciones, los gestos gastados, las reiteraciones monocordes y las repeticiones de espejos del otro lado, de la orilla de la que está escapando al ejercer sus fórmulas beatíficas.
Esa suerte de edén operático del que me iba apoderando, lentamente pero con el pulso firme, llamó la atención, y este es un dato que nunca ha perdido para su curiosidad original, de los sicólogos y los siquiatras. Veían en mis imágenes cosas que a mí se me escapaban, las cargaban de unos frutos ambiguos, que sospecho salobres o desapacibles. Convocaron a mis compañeros de generación, que es lo mismo que decir a mis hermanos de viaje.

Siempre fui ateo. Con orgullo, sin problemas morales o éticos y sin entablar blasfemias ante la deidad que consideraba inexistente. Dios era, a lo sumo, otro personaje de mi carnaval multitudinario, otro teatrero, otro de los invitados a mis liturgias pictóricas. Pero eso fue antes de conocer las Islas Galápagos. Aquel viaje volvió a cambiar mi vida. Fue como si en un vasto libro uno pusiera punto final en un capítulo, pero no para abandonar la obra sino todo lo contrario: para continuarla por nuevos y laboriosos senderos, tierras vírgenes, desconocidas cartografías.

Sucedió hace exactamente ocho años. Lo recuerdo porque desde entonces el tiempo adquirió un peso distinto para mí, y tengo conciencia de él aunque jamás lo estoy contando. Ibamos en un barco confortable. Se trataba de un viaje de placer, y nunca supuse que precisamente a bordo de aquella nave, cargada de buenos licores y jaibas rosadas y mariscos exquisitos y músicas eclipsantes, fuera a vivir una experiencia teológica. Fue viendo a las iguanas, el santuario de las iguanas, donde las bellas monstruosas descansan al sol como si fueran venerables sabios que saben todos los secretos del universo y comprenden que cualquier esfuerzo o movimiento brusco o giro procaz es un atentado contra el concierto universal, contra el suave murmullo de perfección del orbe. Y entonces lo sentí, claro, palpable, con un sabor y un aroma tan reales como una fruta, como el canto de un animal, como la presencia de un ser añorado que se aproxima para nuestro festejo y nuestra dicha. Sí, era Dios, allí en las Islas Galápagos, y entonces fue como si en una fracción de segundo restañara el silencio que nos había distanciado, la mutua incredulidad, la desconfianza de recién conocidos o de parientes recelosos.



Enrique Grau es uno de los pintores colombianos más importantes del siglo XX, dueño de una obra personalísima donde el mestizaje, el erotismo y el paisaje tropical se conjuntan para erigir un universo mágico y eclipsante. Nació en 1920 en la ciudad de Panamá, y pasó toda su infancia en Cartagena de Indias. Durante los años cuarenta estudió en Nueva York y en Italia. Entre sus muchas exposiciones son memorables las que hizo en el Solomon R Guggenheim Museum de Nueva York y en el museo National de Art Moderne de París. La siguiente entrevista fue realizada en su casa de Bogotá, y se erigió en uno de sus encuentros reporteriles predilectos. Grau murió en Bogotá a la edad de 83 años.