ARMANDO VILLEGAS

Luz ancestral

Por Gonzalo Márquez Cristo y Amparo Osorio

(Pomabamba, Ancash, Perú, 1926 - Bogotá 29 de diciembre de 2013). Uno de los grandes de la plástica latinoamericana. Finalista en 2013 del Premio Príncipe de Asturias. Pintor de gran reconocimiento internacional con exposiciones individuales en una veintena de países. Su afortunada exploración en el arte abstracto y en el figurativo, su condición de creador de objetos y su maestría como dibujante, lo sitúan como uno de los personajes más completos y decisivos del arte latinoamericano.
Residió en Colombia desde 1950. Recibió el Primer Premio del Salón de artistas de Bogotá (1955), la Mención de Honor I Bienal de Quito (1968), y la Medalla de Honor del Congreso de la República del Perú (2005), entre numerosas distinciones. Fue director de la facultad de Bellas Artes de la Universidad Nacional de Colombia.

Esta entrevista realizada en homenaje a sus ochenta años de vida, es una indagación sobre sus inicios y el desarrollo de la plástica en América Latina, sus luminosas obsesiones creativas y su tradicional disciplina en búsqueda del «oro del tiempo». 

* * *
Tres antiguos relojes dieron las 3 de la tarde mientras aguardábamos en la sala principal de su casa observando un grabado de Rembrandt y una cerámica que realizara Picasso en la alfarería de Madoura. Nos movíamos cuidadosamente entre el bello abigarramiento de la decoración. De pronto el saludo entusiasta de su esposa Sonia Guerrero, arrebatándonos de nuestra silenciosa contemplación, nos hizo perder momentáneamente el equilibrio provocando el oscilar de un enorme florero habitado por especies exóticas.
«No es prudente tropezar en este lugar, en verdad...» —afirmó ella sonriendo mientras observábamos a nuestro alrededor los objetos de delicados diseños, su colección de exquisitos cristales, los numerosos Cristos de la colonia, los refinados santos de la escuela quiteña, el acuario donde agonizaba un pez anaranjado, y una virgen de Legarda.
Bajo el domo de su estudio invadido por su emblemática obra figurativa, sus recientes creaciones abstractas y sus totémicas esculturas que irrumpían en inesperados sitios semejando una invasión intergaláctica, nos llegaba la voz serena de Armando Villegas. Lo oímos certificar la autenticidad de uno de sus cuadros a un hombre que había acudido minutos antes que nosotros, para posteriormente opinar: «En verdad toda obra es original, lo malo está en el plagio por lucro. Copiar es bueno por admiración, por aprender técnicas o para rendir un homenaje. Una vez hice la réplica de un brazo de Cristo, cuadro pintado por Obregón, que nunca pude comprar... Fue la forma de satisfacer mi sueño» —dijo saludándonos desde lejos, y prosiguió: «Esta es una cultura de la falsificación, todo lo han degradado, todo, hasta la luz...»
Poco después Martín, el gato birmano, verdadero rey de su dominio, arribó maullando a la sala donde nos encontrábamos, y saltando sobre el sofá principal, se acomodó como un centinela que espiaba incluso nuestra respiración.
«Son los últimos seres puntuales» —dijo entonces con entonación pausada el artista que venía a nuestro encuentro con los brazos abiertos.
El gato observaba atento el acuario. Villegas impidiendo que comenzáramos la entrevista se devolvió súbitamente con preocupación, con el propósito de observar un pez que permanecía estático, mientras los otros comenzaron a girar intensamente a su alrededor intentando devorarlo. Sugerimos diversas estrategias para controlar el canibalismo acuático que comenzaba a desatarse, opinando con pasión e ignorancia sobre piscicultura; y ya cuando recordábamos al «pez soluble» de Breton sin decidirnos a actuar, apareció alguien con una pequeña red y sin mediar palabra lo trasladó a un recipiente de vidrio, donde por instantes pareció revivir rondado por el arrogante felino.
Entonces retornó el sosiego. Caminando al lugar elegido para la entrevista nos señaló un hermoso óleo de Obregón, elogiándolo con generosidad. Nos invitó a apreciarlo, reparando posteriormente en un cuadro de Corot y en el famoso dibujo que le hizo Fernando Botero a Gonzalo Arango, cuya imaginaria obesidad nos hizo recordar por un momento el rostro delgado —en verdad demacrado, esperpéntico— que caracterizó siempre al Papa de la poesía Nadaísta.
Gonzalo Arango gordo, qué extraordinaria imaginación... El arte debe fingir algunas veces en su búsqueda reveladora —afirmó irónico.
Luego de ver parte de su colección privada, que corroboraba su obsesión vital por la estética, y mientras preparábamos la grabadora, vimos como el gato Martín, más sociable que su hermano Pablo— saltó sobre el pecho de Villegas para permanecer allí adormilado durante toda la conversación.
Su arribo a Colombia se produce en el año 50. ¿Por qué precisamente este destino?
—Por un malentendido. Yo había conocido en Lima a dos jóvenes colombianos que estudiaban en la Escuela de Bellas Artes, quienes me informaron de un programa de intercambio y me entusiasmé por venir a estudiar pintura mural. Con otro colega peruano interesado en estudiar arquitectura hicimos el recorrido por la carretera Panamericana. Cuando llegamos a Bogotá, nos presentamos casi de inmediato en el Ministerio de Educación con el propósito de gestionar todo lo relacionado con el programa y resultó que tal beca no existía. No había nadie que diera razón al respecto. Allí sin embargo nos sugirieron que lo intentáramos en la Escuela de Bellas Artes para probar la idoneidad y efectivamente después de nueve meses de estudio nos concedieron una beca. Luego me vinculé a la Universidad Nacional y allí hice un posgrado en pintura mural que era el propósito de mi viaje a Colombia.
  —¿Cuál era su actividad artística en ese momento?
—Comencé a trabajar en la Galería el Callejón como ayudante de medio tiempo y el resto del día estudiaba. Por entonces conocí a Álvaro Mutis, a quien pedí que escribiera las palabras de presentación de mi primera exposición; él me dijo inmediatamente que aceptaba, pero pasadas unas semanas, cuando le pregunté si estaba listo el texto para elaborar el catálogo, contestó que no había tenido tiempo, pero que le diría a un amigo suyo, que era periodista de El Espectador, para que hiciera esta presentación. Ese inesperado cambio al comienzo no me agradó. Sin embargo fue así como tuve mi primer contacto con Gabriel García Márquez, quien escribió la generosa presentación de aquel catálogo inaugural. Gabo también estaba en sus inicios y sus búsquedas, y desde entonces conservamos nuestra prolongada amistad. Recuerdo que muchas veces él me dijo observando mi infaltable corbata: «Tú debes ponerte un sobrenombre o un seudónimo, porque eres muy formal, y eso en este país puede ser nefasto para un artista».
Usted ha declarado que al llegar a Colombia lo sorprendió un arte parroquial, ajeno a todas las vanguardias…
Cuando llegué este país padecía de un arte complaciente, decorativo. Ya habían transcurrido cuarenta años, o más de las renovadoras vanguardias en el mundo, y aquí aún estaban dedicados al paisajismo y a un impresionismo tardío. Algunas décadas habían pasado de un arte impulsado por Klee, Kandisnky y Malevich donde se marginaba la figuración, y aquí los artistas tenían como meta estudiar en la Escuela de San Fernando en Madrid, en la que imperaba la ortodoxia. Ricardo Borrero, Roberto Pizano y Epifanio Garay eran excelentes cultores de una técnica pero a su vez exponentes de un anacronismo creativo. Fueron pintores academicistas que no investigaban las complejidades de lo cromático ni proponían formas nuevas y que olvidaban nuestro entorno cultural. Andrés de Santa María, por ejemplo, fue un artista impresionista cuando este movimiento había desaparecido hacía algunas décadas en el mundo. El arte colombiano era un escenario de momias, era el mausoleo de las corrientes ya superadas en Occidente. Por eso resulta fundamental la década del cincuenta donde se propiciaron corrientes más universales, pues en ella por primera vez la plástica intenta nivelarse con las manifestaciones renovadoras del resto del planeta y asistimos a la consolidación de artistas venidos de otras latitudes que decidieron arraigarse en este país, dejando un legado importante.
¿Cómo se vinculó posteriormente con el grupo de creadores de esa época?
—La verdad que no fue fácil. Yo no sólo era extranjero sino muy tímido. Extrañaba la bohemia y las tertulias del Perú que eran más abiertas, más completas en el sentido del aprendizaje. Allí compartíamos los hallazgos, hablábamos de la técnica, de las influencias y del arte en general. Acá todo era distinto, nos reuníamos para tomar licor y para hablar de temas muy diferentes al arte. Por ejemplo, no recuerdo haber visto jamás pintar a ninguno de los colegas de generación, ni siquiera a Ramírez Villamizar, quien era mi mejor amigo. En la plástica no había espíritu de agremiación. Los sábados nos reuníamos para beber en la Candelaria en casa de Luis Vicens, un escritor catalán. Recuerdo que García Márquez y yo éramos los más tímidos. También él se quejaba de cierta soledad, en verdad, de cien años de soledad... Tanto que al final terminábamos los dos hablando y contándonos historias de la infancia o inventándolas. Fumábamos ansiosamente y bebíamos Cuba Libre. Luego la dueña de la casa nos hacía cenar y nos despachaba.
¿Cuándo se inicia en la docencia?
—Esta fue una década de gran crecimiento para mí. Para entonces Ignacio Gómez Jaramillo, que era el padre de la escuela de muralismo en Colombia, fue mi maestro en la Universidad Nacional. En el año 53 empecé a dictar clases. Ya para 1954 conocí a Marta Traba, que recién había llegado de Europa y nos hicimos grandes amigos. Y fue así como realizamos el primer programa sobre arte que fue narrado por Marta, en la televisión en blanco y negro. Posteriormente en 1962 se fundó en Bogotá el Museo de Arte Moderno y ella fue su primera directora, cargo en el que estuvo hasta 1967, y en el que la sucedió Obregón.
Mi actividad como docente la ejercí del 58 al 64 en la Universidad de los Andes. Luego durante el 65 y 66 estuve en la Javeriana, y del 73 al 2000 pertenecí a la Universidad Nacional. En 1986 cuando se celebraba el centenario de la Escuela de Bellas Artes de Bogotá, fui nombrado como su director, lo que constituyó un gran honor para mí, porque yo era extranjero. En aquella época fueron mis alumnos: Luis Caballero, Beatriz González y Ana Mercedes Hoyos.
¿Usted cree que es posible enseñar una disciplina artística?
El color indica peligro o placidez e ignoro si eso es posible enseñarlo. El dibujo requiere de cierto virtuosismo que se puede aguzar y supongo que esto es probable aprenderlo. Tal vez podemos guiar a alguien para que logre provocar el asombro, con formas y colores, pero sospecho que lo más importante es que el maestro consiga ayudar al alumno para que encuentre su liberación, que además de dar claves técnicas pueda transmitir su insurrección interior. Se me hace imperioso decirlo para concluir: El maestro debe propagar siempre en sus clases una pedagogía de la libertad, de otra manera habrá esculpido en el viento.
En el sentido dado por Bataille a la experiencia, ¿podría decir que Colombia ha tenido muchos pintores pero muy pocos artistas?
Un pintor o un dibujante es quien conoce la técnica, pero un artista debe contener un cosmos estético en su interior. Para él no es posible enfrentarse a su obra sin haber indagado previamente en las revoluciones de la plástica acontecidas desde las cuevas de Lascaux hasta nuestro tiempo, y lo más importante, sin dejar en cada una de sus creaciones la impronta de su feliz o perturbada existencia. El artista es por tanto quien involucra en su arte la poesía, quien hace de su expresión un hecho poético, porque lo posee la aguda conciencia de que su obra no es un simple accidente, sino un proyecto vital.
Algunos artistas de su generación fueron nombrados en una ocasión como los pintores Trabistas. ¿Quiénes eran?
—Todo se debe en realidad a una fotografía de Hernán Díaz que salió en la revista Semana y donde por primera vez aparecimos en grupo. Allí estábamos: Botero, Grau, Ramírez Villamizar, Wiedeman, Obregón y yo. En realidad no fuimos un verdadero grupo porque cada cual estaba en sus propias búsquedas, pero a todos nos unía para entonces una buena confraternidad. En una ocasión invitaron a Obregón a una exposición y a última hora pintó el ya mencionado brazo de Cristo. Llegó muy afanado a buscarme al Callejón, porque yo tenía una cierta fama de alquimista y me dijo: «¿Armando, qué hago para secar rápido el oleo?» Le dije que no se preocupara e hice rápidamente algunos tratamientos que conocía y al otro día el cuadro estaba en la exposición. Fue la primera obra de él que tuve en mis manos y esto me emocionó mucho. Se vendió por una alta suma y yo hubiera deseado comprarlo. Tiempo después él me obsequió un cuadro bellísimo y un gringo a quien le dictaba clases terminó hurtándome esa obra. Pero posteriormente ocurrió algo increíble: supe que la pintura fue donada por el gringo ladrón a un museo en Nueva York.
¿Cómo describiría a Obregón?
Él quiso emitir una actitud contraria a lo que era, Alejandro siempre fue una persona tímida y proyectaba una furia y una pasión desenfrenada. Él estaba empeñado en reproducir en Colombia la bohemia parisina que celebraron los artistas en Montmartre a comienzos del siglo XX y su actitud le debió parecer a muchos por lo menos insólita. Él propendía por una vida abierta y en sus embriagueces más famosas su actitud era casi delincuencial. Era un pintor con indudables recursos, con poderío cromático. Y aunque todos conocemos sus desmesuradas anécdotas, en una ocasión mientras escanciábamos licor me dijo apoyándose en su mirada acerada: «Si tú no fueras buen pintor te habría arrebatado a tu mujer»; al escucharlo me quedé perplejo y pensé por primera vez que el arte me había servido para algo.
¿Cree que la gloria de Botero es equiparable con su grandeza artística, por su versatilidad como pintor, dibujante y escultor?
Es importante resaltar que Botero es ante todo un dibujante. En sus inicios se aproximó a la pintura de Piero della Francesca y tomó el color de Paul Cezanne, sin embargo él jamás crea un problema pictórico. Por otra parte tampoco es un escultor, pues alguien que lleva sus dibujos a tres dimensiones no es representativo de este arte; escultor es quien se enfrenta a los problemas intrínsecos de la materia, del volumen; no quien traslada una imagen a un arte convergente. Recuerdo que cuando yo conocí a Botero —él fungía como Secretario de Cultura— y estaba muy preocupado por imitar a Modigliani y lo hizo en su sentido opuesto, aumentando sus formas, pero así mismo despojándolas del erotismo y del misterio, lo cual me parece bastante radical. Repito, él simplemente colorea sus dibujos, usando el mismo procedimiento del niño que aprende en sus cartillas, pero no se enfrenta a las complejidades impuestas por lo cromático.
Conocemos sus controvertidas opiniones sobre Enrique Grau…
Grau fue un intelectual cuyo trabajo partió de la figuración expresionista con una técnica refinada, no obstante me parece que es un artista “señorero”, proclive al deleite de la burguesía, aunque haya logrado imponer su figuración en el inconsciente colectivo, lo cual es notable… Grau nos ofrendó a su “Rita”, Arenas Betancourt a su “Bolívar desnudo”, Obregón insertó en nuestra memoria cóndores y su pincelada furiosa, Rayo sus cuerpos geométricos en preciso equilibrio, Botero inoculó a su “Pedrito” y a sus gordas en el imaginario mundial. Y todo aquello se gestaba en la década del cincuenta. Luego, de manera menos visible, podríamos agregar que Eduardo Ramírez nos heredó sus simetrías metálicas, Leonel Góngora sus “Bogotánicas”, el barranquillero Ángel Loochkartt insertó en nuestra tradición estética sus congos del carnaval, Negret sus árboles rojos... Y yo creé a mis “guerreros” como todos saben, que son retratos imaginarios, entre lo real maravilloso y el realismo fantástico, que ya hacen parte de nuestra iconografía. En cuanto a ellos se me ha acusado de que se repiten, pero yo opino lo contrario. Es como las figuras de la niebla: siempre están en continua transformación. Además, algunas veces he pensado, que en el acto de perseguir las mismas y cambiantes formas —como la gota de agua en la roca— es donde radica la permanencia de un artista, es allí donde le es posible plasmar un trazo en la memoria de nuestros contemporáneos.
¿Piensa que la brújula del arte colombiano está privilegiando en nuestros días los nombres que Marta Traba excluyó?
Es indudable. Toda ola tiene su resaca y la gente comprendió finalmente que ella opinó con beligerancia sobre un corpus que estábamos construyendo con dificultad varios artistas. Ella no inventó nada. Como a tantos artistas, a mí primero me elogió y luego me persiguió, pues era ciclotímica. Cuando llegó a Colombia, artistas como Acuña, Rómulo Rozo quien exploraba en lo precolombino y Marco Ospina en el cubismo, y todos los mencionados antes en esta entrevista, ya estábamos configurando nuestro universo imaginario. Pero con el tiempo uno pierde la memoria —o se vuelve lúcido— y advierte que existen falsos profetas y que el eclipse que pretendió instaurar la crítica argentina ya se diluyó. Mi relación con ella culminó un día en que le esgrimí esta sentencia para defenderme de sus improperios: «Los críticos pasan pero los artistas quedan»; y eso hoy a mis ochenta años me parece categórico.
¿A qué pintores reconocidos del mundo conoció?
—Tuve la fortuna de conocer a Chagal. Mi encuentro con él sucedió en París cuando un amigo me invitó a una exposición. La muestra me pareció tan maravillosa que hasta llegué a pellizcar uno de los cuadros para traer un recuerdo del artista. Siempre he sido muy fetichista (aún guardo una caja afelpada con pequeños tesoros recogidos en las calles de mi infancia). Estábamos allí cuando de repente apareció una figura que nos llamó la atención por su pelo encrespado y sus ojos profundamente azules. Era precisamente Chagal. Mi amigo me presentó diciéndole que yo era un pintor suramericano y él se interesó, y fue muy cordial. Yo le dije que estaba enriqueciéndome con sus pinturas. Sonrió y me contestó: «Yo también he venido a aprender, porque una cosa es tener las obras en el taller y otra que estén expuestas en una galería». Se refirió a la mirada exterior que requiere el arte, a la necesaria aprobación del espectador, y al momento en que uno es el contemplador externo de su propia obra. Pues es allí, en los ojos del otro, donde el arte nace, donde se consuma, donde se universaliza.
¿Cómo ha sido su relación con los grandes iconos de la pintura latinoamericana: Tamayo, Guayasamín, Lam…?
—A Tamayo lo conocí en México en el año 77. Tuve la oportunidad de charlar con él y conocer la magnitud y la importancia de su obra. En él se funde toda la tradición precolombina, su trabajo matérico, su colorido y su folclor, que lo han consolidado como uno de los grandes maestros latinoamericanos. En cuanto a mis relaciones con Guayasamín siempre fueron de respeto y cordialidad, pues aunque era dogmático de la Izquierda, yo por ser apolítico me acoplé a esos diferentes afectos. La política comercia con lo más abyecto y efímero del ser humano, mientras que el arte pretende un matrimonio con lo sublime. Con Guayasamín sostuvimos una gran amistad. Él me visitaba siempre que venía a Colombia. Algún día hicimos un trueque de obras (una cabeza mía, por una de él), y ese intercambio de cabezas —suena divertido— nos unió mucho. En cierta ocasión en que yo no estaba en casa, vino a visitarme y con un marcador dejó una extensa y cariñosa dedicatoria en un muro. Sobra decir que nunca pintaré esa pared. Cuando venía a Bogotá y alguien le encargaba un cuadro, yo le prestaba bastidores y materiales.
¿Cree que América Latina ha tenido un artista universal?
Nunca hemos tenido un artista genial exceptuando al uruguayo Joaquín Torres García, quien sería el gran maestro de la abstracción y con cuyo legado yo vine a Colombia…
¿Y los muralistas mexicanos no le parecen lo suficientemente significativos?
Orozco, Rivera, Siqueiros, constituyen una escuela extraordinaria donde el dibujo imperaba sobre la pintura, pero en ocasiones su arte era tan sólo testimonial. Quien más se acercó a la genialidad fue Rufino Tamayo, un extraordinario artista.
Usted es considerado por algunos críticos como el precursor del abstraccionismo en Colombia…
Es curioso, la gente siempre piensa en Wiedemann, lo cual es falso. Cuando conocí a Guillermo, éste era un artista figurativo y desdeñaba de la abstracción. Fue por consejo de su esposa Cristina que exploró en aquel territorio que le parecía facilista. Sin embargo creo que su arte es anecdótico, porque se puede ser anecdótico en el arte abstracto, lo cual muchas veces se ignora. En Colombia yo comencé la investigación en contra de lo figurativo con Eduardo Ramírez Villamizar y Guillermo Silva Santamaría. En 1958 obtuve el segundo puesto en el Salón Nacional de Artistas con un cuadro abstracto, y era la primera vez que alguien concursaba con una obra de ese tipo en este país de paisajistas. Es propicio añadir que el arte abstracto se ha prestado para muchas especulaciones y que ya va siendo tiempo de otro Renacimiento, pero la premisa es la siguiente: «Nunca creas en un artista abstracto que no sepa dibujar».
Hay un desatado colorido en sus abstractos y una lúdica casi infantil en toda su obra escultórica...
—Toda mi obra ha sido una permanente búsqueda del color original, del primer color, del único color, que en verdad es el blanco; pues en el rayo de luz están todos los colores. Es una experiencia casi mística, para la cual trabajo todos los días. En cuanto a la lúdica, que siempre me obsesiona, es el feliz hallazgo de aquello que permanece oculto en los pliegues de una memoria ancestral.
¿La historia de Armando Villegas es una regresión a las ancestrales culturas prehispánicas, asumiendo las vanguardias pictóricas del siglo XX como el Cubismo y el Abstracto cuando buscaron el arte de los orígenes?
—Cierto, creo haber sido en Latinoamérica el pionero de muchas búsquedas y hallazgos dentro de los infinitos universos de mis antepasados Incas. La recuperación del tocapu (palabra quechua que significa geometría), que utilizaban en la decoración de sus tejidos, y que fue fundamento de su sistema y de sus composiciones abstractas, ha estado latente a lo largo de mi obra, quizá desde los inicios mismos hasta las más recientes creaciones. Han existido sin embargo búsquedas similares como la del mexicano Rufino Tamayo, quien decidió también remontarse a sus raíces, sin perder el horizonte del arte llamado Occidental. El caso de Lam es distinto pues él buscó en el arte africano, y en cuanto a Szyszlo —de ascendencia polaca— se le critica mucho en el Perú, por bautizar en quechua sus abstractos; actitud que para algunos denota una impostación en su universo creativo. Aunque es un pintor muy culto existe algo marcadamente intelectual en la búsqueda de sus raíces Incas. Yo, en cambio, llevo eso muy adentro, en mi origen, nací en Pomabamba y además soy quechu-hablante. Por otra parte confieso que hay grandes artistas universales orientadores de mi obra, como el suizo Paul Klee, por ejemplo.
Villegas se levantó con agilidad. Nos invitó a su estudio con el propósito de que lo viéramos pintar. Tomó un pequeño cuadro que estaba en proceso y comenzó a explicarnos su técnica. Fue rayando la superficie pintada hasta que después de algunos minutos pudimos vislumbrar el rostro de un guerrero. Vimos la exactitud que demandaba su trabajo pictórico. Abstraído se entregó a su obra, sin reparar en nuestra presencia, imponiendo una fértil soledad. Luego agregó:
Como pueden apreciar yo pinto al contrario. Mis cuadros son como negativos, el proceso singular que utilizo potencia su luminosidad. En verdad es como pintar en un espejo. Primero hago una mancha oscura y después voy levantando el color con cuchillas y espátulas. Es una operación quirúrgica, de la que depende su alto contraste. Es una técnica escultórica aplicada a la pintura, una fórmula de sustracción más que de adición, como cuando el tallador decide hallar la forma que duerme en lo profundo de la piedra o del mármol. Quizá soy íntimamente tan solo un escultor.
Supimos por las dilatadas pupilas de Martín que había anochecido. Armando Villegas había hecho una remembranza de más de medio siglo por sus raíces, desde aquella neblinosa mañana en que por primera vez llegó a Bogotá en busca de su sueño pictórico.
Entonces nos invitó a un recorrido por su obra, precedidos del ronroneo felino. Entramos a las pluralidades de sus signos y enigmas. Con él iniciamos la peregrinación por sus formas geométricas. Conocimos los vínculos del la madera en sus esculturas, las sensibles alianzas de sus elementos reciclados, sus formas totémicas, esas fusiones de materia y espíritu que él ha decidido llamar una iconografía fantástica. Vimos sus seres de luz, sus tradicionales guerreros de los que asoman indistintamente serpientes aladas, duendes, pájaros, lagartos, y que parecen surgidos de una profunda oscuridad.
Contemplamos sus seres mitológicos, sus sagradas inscripciones Incas, sus lienzos donde gravitan vigías o soles lejanos. Nos asomamos a sus códigos esotéricos, a esos espacios que el artista transmuta para imprimir su sello original, a toda esa inmensa gama de su creación bautizada con ese secreto toque de una poética que hace parte integral de su vida.
La entrevista llegaba a su fin y mientras procedíamos a despedirnos ocurrió algo inesperado que todavía nos maravilla. Cuando nos preparábamos para abandonar su casa, advertimos que mudaban algunos objetos para otro recinto, y que unos cuadros de Wilfredo Lam, recostados en el inmenso portón, debían ser trasladados cuidadosamente. Corrimos prestos a ayudar en esa inolvidable operación, que nos permitiría contar a los amigos —para su asombro—, la suerte de haber cargado por algunos segundos las memoriosas pinturas de ese cubano universal.
Dejamos los Lam en el sitio elegido notando que Villegas sonreía por nuestra puerilidad. Su felino consentido —y quizá su interlocutor más perfecto— contemplaba la luna llena de febrero, y entonces sentimos las vibraciones luminosas del senderito de piedra que nos condujo a la salida.
Los perros ladraron cuando abrimos la gran puerta principal.

(Bogotá 2006)

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